19 de diciembre de 2018

Playa de seres rotos

Para un marica el infierno debe ser algo así:
estar rodeado de hombres hermosos
y no poder tocarlos.
Y, además, tener el corazón dividido;
el amor partido en dos por geografías absurdas
de dos horas de distancia.
Vine acá, al mar, a buscar la calma
y solo he hallado soledad y desesperación.

Exagentes de la CIA,
veteranos de Vietnam,
reguetoneros escandalosos,
hippies nazis,
jubilados sin vida,
mujeres que perdieron su juventud por cuidar padres enfermos,
escritores autoexiliados
y narcotraficantes de todo cuño.
Muchos se instalan en las calles.
¿Por qué yo no podré unirme a ellos
con mis ventas absurdas de libros en el malecón
que no reúnen ni para una comida?

Un chico borracho sale de noche,
vencido,
a gritar a la playa.
Nadie lo escucha, solo los edificios vacíos.
Una patrulla policial pasa y no hace nada,
pues lo considera un loco.
Exclama en su miseria
que este es un pueblo que odia las letras,
que sepultó su biblioteca bajo cemento
para construir canchas deportivas
donde solo se harán kermeses y reinados folclóricos.

En el mar la vida no es sabrosa,
un pescador me dice que no contemple mucho las olas,
pues traen consigo pensamientos extraños.
Me masturbo un poco en las escalinatas,
al atardecer, cuando creo que nadie observa.
De repente, atrás mío aparece un surfista local.
No le importa lo que hacen mis manos.
Sigue su camino sobre la arena,
clava sus ojos en el horizonte.
Mira atrás suyo
y se da cuenta que lo observo.
Esboza una sonrisa lacónica.
Para mí él es como la mezcla de un dios maorí con un ídolo peninsular:
con ese gesto,
que engloba la imperturbabilidad de los dioses,
regala un poco de piedad
a un alma naufragada.

Voy al faro por las tardes,
pienso que Virginia Woolf también pudo haber escrito aquí una novela;
o que un Einar Wegener,
antes de convertirse en La Chica Danesa,
podría haber pintado
-en loop eterno-
las piedras,
enredaderas,
arbustos y flores
del bosque seco que lo rodea
para empantanar sus deseos,
detener el tiempo
y revivir el amor
con aquel muchacho que marcó su pasado.
Me acerco al acantilado.
Supongo que lanzarse a la Chocolatera es la forma más decente de morir.

A veces me siento como un Von Aschenbach, de Thomas Mann:
sácalo de Muerte en Venecia e instálalo en el trópico.
Cambia su gusto por un adolescente y adáptalo a cualquier cholo bueno.
La diferencia es que acá,
perdido en un paraíso de mar azul y chicos terriblemente atractivos,
no puedo hacer nada.

Me da terror.
Bajo la mirada,
sólo observo de reojo,
me siento muy solo y, por momentos, pienso que si soy muy lanzado…
me van a linchar.


- Jorge Osinaga -

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